Jurgen Habermas nació en
Dusseldorf, Alemania, en 1929. Estudió en Gottinga y en Bonn, doctorándose
con una tesis sobre Schelling y fue ayudante de Adorno desde 1956 a 1959
en el Instituto de Investigación Social de Francfort. Entre 1961 y 1964
ejerció como Profesor en Heidelberg, luego fue profesor titular de
Sociología y de Filosofía en Francfort desde 1964 a 1971, y dirigió a
partir de este último año el Instituto Max Planck de Starnberg. En
1983 regresa a Francfort. Realiza importantes trabajos empíricos sobre
comunicación de masas y socialización política: considera al
pragmatismo americano como una interesante propuesta para compensar las
debilidades de la teoría marxista de la sociedad. Recientemente ha sido
galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales
2003.
En 1976 desarrolla la teoría de
la acción comunicativa con la intención de lograr una reconstrucción
del materialismo histórico. Critica fuertemente al marxismo por
descuidar el aspecto superestructural y hacer fuerte hincapié en lo
económico- material. En 1981 su interés se centra en la filosofía práctica:
moral, ética, derecho y justicia. La noción clave es la idea de
“comunidad ideal de comunicación”.
Tomada en su conjunto, la obra de
Jürgen Habermas resulta de difícil acceso. La variedad de los
intereses y el rigor de sus planeamientos teóricos, junto con la
continua referencia y aprovechamiento de investigaciones de áreas
diversas, lo revelan como un pensador polémico. Su temática es
tanto sociológica y filosófica como científica y política. Influido
por Heidegger, Hegel y Lukács, se pone en contacto con los “temas de
izquierda”. Lee a Marx, Benjamin, Marcuse, Horckheimer y Adorno.
Espantado por el nazismo - quizá la expresión más dolorosa del
proyecto moderno- se esfuerza desesperadamente por encontrar en el ámbito
intersubjetivo de la comunicación la clave que permita reanudar ese
proyecto, reinterpretarlo y realizarlo.
Por sus estudios en sociología
entra en contacto con trabajos empíricos de comunicación de masas y
sociología política, y con la obra de Durkheim,
Weber y Parsons. En
esa época escribe “Historia y crítica de la opinión pública” y
“Teoría y praxis”, en un intento de proseguir el marxismo hegeliano
y weberiano de los años 20. De forma simultánea se dedica a la filosofía
del lenguaje y a la teoría analítica de la ciencia. Considera al
pragmatismo americano como una interesante propuesta para compensar las
debilidades de la teoría marxista de la sociedad. Todo ello lo conducirá
a la idea de una pragmática universal desarrollada ampliadamente en su
Teoría de la acción comunicativa.
En “Ciencia y técnica como
Ideología” y en “Conocimiento de interés”, del mismo año,
distingue la acción racional con orientación utilitaria de la acción
comunicativa. Esta distinción apunta al desarrollo de una teoría de la
comunicación. Deja en claro además que es tarea de una crítica
de la ciencia que escape a los engaños del positivismo admitir el carácter
“interesado” de aquella: no hay conocimiento neutral. Más aún, hay
diversos intereses científicos: uno es el técnico de las ciencias empíricas;
otro, el práctico, orientador de la acción por su comprensión de
sentidos; y el tercero, el emancipador de la teoría crítica de la
sociedad.
En 1976 recurre a la teoría de la
comunicación para lograr una “reconstrucción” del materialismo
histórico. Reconstrucción, esto es, descomposición y reconstrucción
en forma nueva de una teoría con el fin de ver y alcanzar mejor su
meta. Aceptada la diferencia entre trabajo e interacción simbólicamente
mediada, la crítica del marxismo se deduce fácilmente: tiene que ver
con su énfasis en lo económico y su descuido de lo superestructural.
Critica las contradicciones y
tendencias de la crisis del capitalismo tardío- burocrático, las
cuales derivan de la falta de consenso racional con respecto al
principio de organización de la sociedad vigente. Es decir, apunta a la
consideración de lo particular en detrimento de lo argumentativamente
generalizable. Sin embargo, es una censura moral con la cual un Habermas
no puede contentarse. Hay que tener en cuenta sobre todo las tendencias
concretas a la crisis del capitalismo, las cuales se ubican no sólo en
el plano económico administrativo, sino también en el sociocultural de
las legitimaciones y motivaciones. Por otro lado, no se puede concluir
con certeza la autosupresión del principio capitalista de organización,
ni tampoco predecir la necesidad de una crisis.
En 1981 publica su monumental obra
“Teoría de la acción comunicativa”. Es una obra sociológica, una
teoría global de la sociedad: el origen, la evolución y las patologías
de la sociedad. Habermas abandona el programa de la filosofía de la
conciencia o del sujeto y se ubica en el de la intersubjetividad
comunicativa o del entendimiento lingüístico. Desde este punto de
vista, considera entre otras cosas que el modelo de acuerdo con el cual
hay que pensar la acción social no es ya el de una acción subjetiva
orientada por fines egoístas de sujetos individuales, sino el de una
acción orientada al entendimiento en el cual los sujetos coordinan sus
planes de acción sobre la base de acuerdos motivados racionalmente, a
partir de la aceptación de pretensiones. La pragmática universal
intenta identificar y reconstruir las condiciones universales de todo
entendimiento posible en el medio específico del habla.
Junto con el concepto de acción
comunicativa, Habermas introduce una noción complementaria: el mundo de
la vida, único horizonte desde el cual y sobre el cual puede producirse
la reproducción simbólico-social en acciones lingüísticamente
mediadas.
Sin embargo, una teoría sociológica
no puede reducirse a mera teoría de la comunicación sino que se
requiere además de una teoría sistémica. La sociedad queda así
enfocada como mundo de la vida por un lado, como sistema por otro. Con
estos elementos puede afrontar el carácter paradójico del proyecto
ilustrado: la creciente racionalización del mundo de la vida corre
paralela a la creciente complejidad sistémica. Esta última desborda su
esfera propia y “coloniza” el mundo de la vida: de ahí la pérdida
de sentido y libertad.
En ”El discurso filosófico de
la modernidad” y en “El pensamiento posmetafísico”, Habermas
refleja el debate que se instaura en los ´80 en los medios académicos.
En el primero califica la llamada “filosofía posmoderna” de
neoconservadora, y aboga por una nueva apropiación crítica del
proyecto moderno teniendo en cuenta problemas que la modernidad no
resolvió. Concluye que lo agotado no es hoy la racionalidad moderna,
sino el paradigma del sujeto o de la conciencia, y que el “espíritu
moderno” sigue aún vigente en el vivir la historia como proceso
marcado por la crisis, en la actualidad como relámpago que alumbra difíciles
encrucijadas y en el futuro como apremio de lo no resuelto. Mientras que
en el segundo texto nombrado señala la necesidad de tomar en serio el
prefijo “pos” y de tener en cuenta los motivos del pensamiento
actual.
Desde 1981 en adelante su interés
se centra en la filosofía práctica: moral, ética, derecho y justicia.
En “Conciencia moral y acción comunicativa” y en “Moralidad y ética”,
de 1986, intenta fundamentar una ética en un universalismo normativo y
afrontar así el escepticismo de nuestro tiempo. La noción clave es la
idea regulativa de “comunidad ideal de comunicación”, libre de
coerciones de intereses particulares. En ese concepto está supuesto que
la moral individual es una abstracción, pues siempre está involucrada
en la eticidad concreta de un concreto mundo de la vida. Se entiende así
que también la ética sea para Habermas una ciencia reconstructiva que
no deja a un lado elementos histórico-culturales.
Digamos en primer término que el
universalismo relativiza la propia forma de existencia y la tradición
propia, y da lugar a otras formas de vida a los extraños; ésta es la
universalidad abstracta que, como la demanda de libertad Ilustrada,
desemboca en terror. Pero hay otro tipo de universalidad: una
comunidad en la que los participantes comparten un sentido de la vida,
lo que da lugar a la moral y la política en toda su concreción. Sin
embargo, en este punto se corre un riesgo, ya que las democracias deben
reconocer las comunidades sin permitir la caída en nacionalismos
totalitarios-homogeneizantes.
Habermas confía en la estrategia
de la “ética del discurso”: el discurso representa una forma de
comunicación en la medida en que su fin es lograr el entendimiento
entre los hombres, por lo cual apunta aún más allá de las formas de
vidas singulares, es decir que se extiende a la ya mencionada
“comunidad ideal de comunicación”, que incluye a todos los sujetos
capaces de lenguaje y acción. Se garantiza así una formación de la
voluntad común que da satisfacción a los intereses de cada individuo
sin que se rompa el lazo social sustancial a cada uno con todos.
Comprometido con el objetivo de
asegurar la validez y no sólo la vigencia de las normas éticas, del
derecho y a la constitución fáctica de los estados democráticos, esta
necesidad de “moralizar” la política no supone confundir esferas
diferentes: la pretensión de legitimación del derecho positivo no
puede agotarse en la validez moral. Una norma jurídica es tal en la
medida en que se agrega un componente empírico, el de su imposición a
todas las personas por igual. Queda justificado así el poder político
y sus instituciones, claro que generando nuevos conflictos derivados del
contraste entre una idealidad deseada y una pragmática factibles.